2020
Año Internacional de la Enfermería
Año Internacional de la Sanidad Vegetal
Elena Luz González Bazán
16 de abril del 2020 *
El invierno había llegado con toda su crudeza, temperaturas muy bajas y una sensación térmica, por efecto del viento, que hacía insoportable el andar de los transeúntes.
Una de esas mañanas en aquel pequeño departamento sobre la calle Güemes, donde él y su mujer habitaban hacía menos de dos años, a las seis de la mañana, como todos los días, fue a buscar el diario "La Nación", decía que era el de mejor perfil periodístico.
Y de eso él, algo sabía, tenía setenta años de profesión en Argentina, Perú y había sido colaborador en diferentes medios norteamericanos y europeos.
-Bueno, Marino, así se llamaba, abrió la puerta y aquella mujer, que yo no conocí, solo por los recuerdos, entró en la casa.
Cuando llegó, le preguntó: "¿cómo te va?, ¡cuánto tiempo hacía que no te veía!
¿Qué lindo que estás!
¨Me he enterado de tus éxitos, y de alguno de ellos me siento muy orgullosa¨.
Con aquellos pequeños ojos rasgados y llorosos, casi sin poder decir palabra, Marino la invitó a pasar.
Le dijo: "hace mucho frío, te va a ser mal, mejor pasa".
Con la frente ancha y el andar muy erguido, como cuando era más joven, y con el diario bajo el brazo, los recuerdos y su natal Casma pasaron por su mente, tan rápidamente que Mary, su mujer, no se dio cuenta.
Desde ese día, en aquel pequeño ambiente, convivieron los tres.
Marino, Mary, su esposa de toda la vida, y aquella mujer.
Habían pasado cuarenta y cuatro años, muchos sinsabores, demasiada incomprensión, pero de las cosas buenas que él realmente amaba, estaban sus dos hijos.
Mary se fue a trabajar, como lo hacía a diario.
Él le contaba el dinero del viaje de ida y vuelta, y le daba cambio para que pudiera cobrarle a sus clientes. Antes de salir le entregaba cada uno de los paquetitos que le había hecho con el dinero, advirtiéndole lo que llevaba y para qué era cada uno de ellos.
La despedía era en la puerta y le preguntaba a qué hora regresaría.
Mary era kinesióloga y atendía cuanto descalabrado había.
Él se había jubilado y, como a todos, no le alcanzaba para sostener la familia de dos…
Aquella mujer se ubicó cerca de Marino, mientras él leía el diario, y cerca de la una de la tarde preparaba el almuerzo, le gustaba mucho cocinar.
Cuando Mary regresaba, él estaba atento al ascensor, esperaba que parara en su piso, que era el noveno, y salía a su encuentro.
Como un ritual de cada día, ella le entregaba el dinero, Marino lo contaba, y separaba en un cuaderno los billetes en forma muy ordenada.
Le preparaba en su querida Olivetti 80, la máquina que lo había acompañado desde Democracia, las cuentas de fin de mes para cobrarle a los clientes, y a Sarita la socia de Carapachay, sobre los productos que elaboraba su mujer y la atención en el Consultorio.
No perdía pisada, se había convertido, a los 84 años, en un buen administrador del trabajo de su esposa, que era veinte años menor.
Por la tarde miraba televisión, luego de haber leído el diario de cabo a rabo, y haber consultado cada una de las publicaciones que llegaban a sus manos.
Aquel día como un rayo que le perforó los sentidos, le dijo a su mujer: "sabés, estoy un poco cansado de esta vida", que duro que es todo.
Lo habían comenzado a agobiar las malas noticias. En tantos años de profesión había visto pasar de todo, y para todos los gustos, muchas veces había perdido el trabajo por no estar de acuerdo. Pero su preocupación era el deterioro del periodismo…
A la mañana siguiente, Mary, que estaba ya muy preocupada por aquellas palabras, le preguntó porque se sentía tan cansado de vivir, que aún estaba fuerte, que tenía años por delante.
El la miró con aquella mezcla de cariño y paternidad y le dijo: "no te hagas problema, yo estoy bien, recordá si me pasa algo, debes tomar el cuaderno, allí esta nuestro dinero".
- No lo olvides.
Como un mensaje premonitorio, aquellas palabras repicaron en la cabeza de su mujer por largos días, con una angustia que llenó su corazón y aturdió su cerebro.
Claro, aquella mujer se mantenía muy firme a su lado, mientras le hablaba de aquellos años y Marino simplemente recordaba dejando fija aquella mirada profunda.
En sus ojos se podía ver la película de una vida intensa, aquel joven timonel que surcó los mares del mundo, aquella bohemia trasnochada de tantos inviernos, los viajes por los cielos más australes con ese apacible deambular de los tiempos.
Ese día como tantos otros los visitó su hija, aquella pequeña que había llevado de la mano tantas primaveras, cuando se despidió le preguntó cuándo volvería y Elena le respondió como lo solía hacer "este fin de semana te vengo a ver viejito".
La cena fue tranquila; el invierno castigaba muy duro, y la llovizna acompañaba un escenario triste y melancólico.
Aquella madrugada se levantó algo cansado, miró profundamente a Mary y le dijo que le molestaba algo la garganta.
Se desplomó sobre la pared y su corazón dejó de latir, aquella mujer toda vestida de blanco lo tomó entre sus brazos y le dijo: ¨vamos hijo, ya es hora de partir¨.
Mary pidió ayuda y tomó el cuaderno, levantaron el cuerpo de Marino y partieron.
Él tomó la mano de su madre y caminó lentamente, mientras abandonando su cuerpo, miraba los ojos angustiados de aquella mujer que lo había acompañado tantos veranos calientes, interminables inviernos de angustias compartidas, dos primaveras que llegaron para llenar de alegría, y el otoño que toco con fuerza los años de pesar.
Le dijo: "algún día te volveré a buscar". Y con su andar firme, caminó los territorios del tiempo.
* Esta historia fue escrita en 1993. Corregida para este envío. 15 de abril del 2020.
Crónica Literaria enviada para una cadena de Literatura...
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